sábado, 2 de octubre de 2010

Ortigas





Déjame que te cuente
que cuando no levantaba más de un metro
del suelo
buscábamos tritones en la piscina
vacía
de la huerta
y jugábamos a empalarlos
con más curiosidad que sadismo
porque la muerte,
por entonces,
era un experimento
y el dolor no avanzaba más allá
del mapa-cicatriz de mis rodillas.

Mis padres hablaban de mi
con orgullo. Toda la seguridad
del mundo se escondía en un
dedo meñique de mi hermano.
Cada arruga en el rostro de mi abuela
era un rincón donde buscar cariño

y soñar

era el verbo más infinito.

Déjame que te explique
que por entonces
mis hermanos engañaban a los chicos
de ciudad
entre matas que llegaban
hasta el pecho,
y me creía
eso de las ortigas y los sueños

(que si contienes el aliento puedes
cruzarlos sin peligro)

Luego entendí,
tenía truco.

¿Comprendes por qué
aún escribo
y la tinta me huele a vinagre?

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